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Entre el 1º y el 6 de abril de 1987 Juan Pablo II visitó Chile por primera y única vez. Para la dictadura de Pinochet (con quien el Papa se reunió al poco de llegar) la presencia de semejante figura traía consigo un efecto de legitimación ante el mundo, pero también una serie de engorros célebres.

De entrada, mediante trucos, Pinochet logró burlar el protocolo y se salió de programa haciéndose ver sonriente junto al Papa en uno de los balcones de La Moneda: una imagen dura si se consideran los crímenes cometidos en dictadura contra sacerdotes católicos que pagaron con su vida o con la expulsión de Chile el trabajo en poblaciones populares junto a la incansable denuncia de las desapariciones a través de la Vicaría de la Solidaridad. Dicen que después el Papa se enojó y fusiló con la mirada al dictador, pero este último le llevaba cierta ventaja en tales procedimientos.

Después, en su visita a la población La Bandera, territorio emblemático de resistencia, Juan Pablo II escucharía testimonios sobre violaciones a los derechos humanos por parte de pobladoras y pobladores como Luisa Riveros y Mario Mejías, quienes posteriormente, al modo de represalia, recibirían el hostigamiento (y algo más) de los aparatos represivos del Estado.

Luego, en su encuentro con los jóvenes en el Estadio Nacional, Su Santidad se llevaría de recuerdo un estruendoso ¡NOOOO! al sugerirle a los presentes, así no más, el abandono del sexo fuera del matrimonio. Fue divertido, pero también una feroz metida de pata ante una juventud que a esas alturas había pasado por toques de queda, manos amarradas, militarización de la vida y, en general, por un sistema represivo y de censura a gran escala que llevaba ya sus buenos catorce años y pretendía extenderse por quién sabe cuánto tiempo más. El Estadio Nacional, por cierto, era, o debió ser, el escenario ideal para amplificar algunas pocas palabras del Papa acerca de la tortura y la desaparición, pero esas palabras jamás llegaron, salvo por una mención escueta al “dolor” y el “sufrimiento”.

La visita tuvo como corolario la celebración de una misa multitudinaria (ante seiscientas mil personas) en el Parque O’Higgins de Santiago. La ceremonia, supuestamente pacífica, al poco de comenzar se transformó en un mitin de protesta, con la consecuente acción represiva (apaleamiento, carros lanzaguas, bombas lacrimógenas) por parte del siempre dispuesto cuerpo de Carabineros de Chile y agentes de la Central Nacional de Informaciones (CNI): después de todo, el oficiante de esa curiosa misa captaba en vivo y en directo una contundente muestra de la década de los ochenta en el país.

Entretanto, Nicanor Parra escribía un texto para la ocasión:

 

La sonrisa del Papa nos preocupa

nadie tiene derecho a sonreír

en un mundo podrido como éste

salvo que tenga pacto con el Diablo

S.S. debiera llorar a mares

y mesarse los pelos que le quedan

ante las cámaras de televisión

en vez de sonreír a diestra y siniestra

como si en Chile no ocurriera nada

¡Sospechoso señoras y señores!

S.S. debiera condenar

al Dictador en vez de hacer la vista gorda

S.S. debiera preguntar

x sus ovejas desaparecidas

S.S. debiera pensar un poquito

fue para eso que los Cardenales

lo coronaron Rey de los Judíos

no para andar de farra con el lobo

que se ría de la Santa Madre si le parece

pero que no se burle de nosotros.

 

 

Vaya uno a saber la imagen que al Papa le quedó de esa agitada visita a un país golpeado; llegó sonriente y quizás se fue aturdido, aunque quizás no. A casi cuatro décadas de distancia, con otros Papas y más gobiernos, una de las pocas cosas claras es que el lobo, muerto, todavía anda de farra.

Visita del Papa a Chile, abril 1987. Foto: Paulo Slachevsky.