loader image

 

Primero, está la puerta: se abre sola. Después reparas en la palanca mágica maniobrada por el chofer, pero al bajarte eso siempre se te olvida y al siguiente viaje la puerta te vuelve a sorprender al abrirse sola con ese sonido áspero y fugaz como un ronco pericazo.

Segundo, el saludo: hay que saludar mientras subes a la combi y buscas algún mínimo resquicio para encajar el culo. Esto tiene su recompensa: es lindo escuchar la respuesta de un “buenas tardes” a coro, te sientes alguien importante aunque sea por unos segundos. Pero atención: a ese saludo subyace un pacto, es como si de entrada estableciéramos una mínima norma de etiqueta para el viaje que iniciamos juntos y dijéramos: aquí no estamos en el metro, no te embronques, no vaciles, por ningún motivo te vayas a echar un pedo.

Tercero, derivado del punto anterior, la neutralidad: en la combi se habla poco o nada, y es difícil hacerlo porque cualquier cosa que se diga ahí dentro es una ponencia, la dice para todos. Nadie te la discutirá, habrá silencio y no se moverá un músculo de las jetas, pero en la noche, en casa, alguien comentará: hoy en la combi iba un pendejo, ¿sabes lo que dijo?

Cuarto, el asunto del espacio. Es impresionante cuánta gente cabe en una combi: cuando se piensa que no cabe nadie más, entra alguien más, y ahí las nalgas hacen alarde de todas sus capacidades gimnásticas para aceptar otras, aunque algún ocurrente haya colgado, a la vista de todos, el cartel: “No haga corajes. Haga dieta.”

Y como consecuencia del cuarto punto, tenemos el quinto y último, el del trabajo no remunerado en la combi. Porque si quedaste de espaldas a la cabina, justo en el espacio por donde el chofer recibe monedas y billetes, tendrás un trayecto ajetreado. Deberás recibir el dinero, varias veces, y hacer una contorsión con el brazo ladeando simultáneamente la cabeza mientras repites lugar de origen y destino, y si tal es el caso, todavía en esa posición, esperar el cambio en moneditas de cincuenta centavos provenientes del siempre amable chofer para entregarlas de vuelta. En la combi uno trabaja de cobrador sin cobrar un céntimo, y por tal motivo siempre procuro sentarme lejos de aquel espacio de explotación, disfrutando con los malabares musculares de los desafortunados; pero, si no queda otra, se debe afrontar la tarea con gallardía, sin chistar, pues en la combi, como dije, se establece un pacto.

Porque: ¿qué ocurriría si la puerta de la combi no se abriera? ¿Qué pasaría si a tu saludo nadie respondiera? ¿Y si no cabes por ningún lado? ¿Y si alguien hiciera un comentario acerca de tu comentario? ¿Y si de pronto el que tiene que pasar el dinero resulta ser un Bartleby que prefiere no hacerlo, así no más, porque sí? Detesto la imaginación, de hecho a veces es realmente una tortura, pero qué quieren: viajar en una combi la despierta de inmediato. Y si eres mujer —agrega ella— puedes, simplemente, desaparecer.

Foto: La 6, Martín Cinzano