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Hay un enemigo feroz jodiéndonos la vida. En realidad hay varios, pero si a este enemigo cada tanto se le añade lo “nuevo”, más nos aplasta. Eso, hablando de libros, porque si nos ponemos a considerar el discurrir de la experiencia bajo la óptica de las malditas Obras Completas, terminamos enfermos. ¿Acaso todos nuestros actos conforman un capítulo, o una página, o una coma, perteneciente a esa Obra Completa? ¿No hay alguno por ahí que logre escaparse, una pieza suelta que se desmarque de la totalidad? Volvamos a los libros mejor, pues de lo contrario podríamos caer en la falta de decoro propia del filosofar.

Además del tamaño y el peso, hay algo siempre odioso en los tomos de Obras Completas. Una suerte de menosprecio hacia el tiempo, hacia el desgaste provocado por todo cuanto ocurrió, o no, entre las apariciones de uno y otro libro, entre uno y otro texto escrito al margen. Por lo demás, ¿quién se mama esas series interminables de volúmenes de justos sierras o de joseses vasconcelos que adornan las librerías del Estado? No quiero saberlo.

Lo bueno en todo esto fue que en 1959 vino Augusto Monterroso y, como siempre, se las mandó: Obras Completas (y otros cuentos). Ahí, en el relato homónimo, último del libro, tenemos a Feijoo, joven en un principio descarrilado que a consejo del siniestro erudito Fombona logra enmendar el rumbo renunciando a la poesía para dedicarse en cuerpo y alma a preparar la edición crítica de las Obras Completas de Miguel de Unamuno, hallando “por fin su lugar preciso en el engranaje”. El cuento bien podría significar una paliza, pero, inmediatamente antes, en el microcuento “Vaca”, hemos tenido la gran, la esperanzadora noticia de “una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido.”

Dichosos quienes mueren como la vaca de Monterroso y logran escapar a la plaga de los Fombona y los Feijoo, sin hallar lugar alguno en el engranaje; dichosos escritores y escritoras de artículos, crónicas, aforismos, cuentos y poemas forjados ahí donde se podía y quería, sin pensar en las póstumas Obras Completas ni en su reputación de buenas personas: de ustedes será el reino de lo efímero, donde no hay librerías del Estado, donde ni siquiera hay editoriales, con suerte sólo papelitos con recados dirigidos a nadie. Sin embargo, nunca estará de más parar la oreja ante esta advertencia de nuestro santificado Fray Blanchot: “Quisiera recomendar a los escritores que no dejen nada atrás. Destruyan ustedes mismos todo cuanto desearían que no apareciera. No sean débiles, ni confíen en nadie. Necesariamente algún día los traicionarán.”

Imagen cortesía del autor