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Ser reportero significa sudar la gota gorda

(Primera parte)

Lya Gutiérrez Quintanilla

Con la máxima de Heródoto que en cuanto la leí, con su permiso la hice mía: “Hay que escribir, lo que vale la pena no olvidar”, Así me inicié hace ya mucho tiempo, cerca de 40 años, como reportera en el diario local más cercano a mi casa: en ese entonces, el Diario de Morelos, cuando afortunadamente tenía como director al gran periodista Efraín Ernesto Pacheco Cedillo quien me enseñó mis primeras letras en la difícil profesión a través de la entrevista y posteriormente ya con fuentes como reportera política, me lanzó a perseguir la noticia.

De antemano ofrezco una disculpa a mis queridos lectores por hablar de mí. Lo hago siguiendo indicaciones. En el caso de La Jornada Morelos regreso, con esta columna semanal, como si de mi casa se tratara ya que el entonces director de este medio, León García Soler, un hábil periodista con una notable capacidad de respuesta, como mencionó Guillermo Cinta en una crónica luctuosa que le hizo, me llamó un día a través de Jaime Luis Brito, su subdirector y me dijo: “las entrevistas que Ud. está haciendo y que las publica en el Correo del Sur, son para La Jornada, véngase con nosotros”.

Y así lo hice, con permiso del gran Nacho Suárez Huape quien me invitó y me abrió las puertas para hacerlas y esas entrevistas acabaron siendo el libro Los Volcanes de Cuernavaca, sobre don Sergio Méndez Arceo, Gregorio Lemercier e Iván Illich, editado por ambas Jornadas, la nacional y la estatal.

En ese tiempo y creo que casi siempre, he tenido grandes “cuates” en el medio, como mi amigo Paco Guerrero, tan ligado a La Jornada, que cada vez que vivía yo algún descalabro, se aparecía en mi casa para acompañarme a donde tuviera yo que ir a deshacer “entuertos”, porque como me dijo un día el gobernador Antonio Riva Palacio, “su profesión y la mía, Lya, son como la de los cueteros, siempre queda uno mal”. Esos momentos los llevo en el alma. Pero la vida, así como nos junta, luego nos lleva por rumbos distintos, aunque lo importante es recordar y agradecer a quienes nos han tendido la mano a lo largo del tiempo. Desde aquí lo sigo haciendo desde el corazón.

Y así, a lo largo de mi quehacer periodístico corrí con mucha suerte, mucha tenacidad y muchas ganas de crecer. Como cuando en mis inicios en el Diario, un día que cubrimos la gira del entonces embajador de la República Popular China en México, hacía poco más de una década en que ambos países habían establecido relaciones. Al término, le pregunté, grabadora en mano, acerca del desarme nuclear de su país. Se me quedó viendo como dudando si dar esa respuesta a una pregunta literalmente “banquetera”, y me la contestó. Corrí al periódico, subí la escalera con mi director Efraín y le mostré feliz la nota. Él, tranquilo como era, me dijo: “Esta nota no es para Morelos, ofrécela a Excélsior, ya no tienen corresponsal”. Así lo hice, salió publicada al día siguiente y a partir de ese momento me hablaron diario para pedirme “mi menú” de notas, como le decían.

Seguía yo viviendo feliz como reportera a fondo como cuando después de un desfile en Cuautla, se regresa el camión de prensa a Cuernavaca y yo sigo a la comitiva encabezada por el general Juan Arévalo Gardoqui rumbo a una comida en la zona militar de esa ciudad. No querían prensa, así que me bajé del coche del que me dieron un aventón.

Increíble, pero me pasé a pie, al lado de varios vehículos de la comitiva, atravesé el campo deportivo con los zapatos ya con gruesa capa de lodo y me presenté donde estaba la comitiva: El Secretario de la Defensa y el político y diplomático morelense David Jiménez, comenzaban a tirar al blanco.

De pronto una pared verde (de uniformes militares) se interpuso entre ellos y yo y cuando escuché: ¿la echamos? Les dije, antes de echarme por favor díganle al general que Excélsior lo quiere entrevistar. Atisbé por un huequito verde y vi cómo le informaban al oído al general y él les contestó algo con un movimiento afirmativo casi imperceptible. De pronto se abrió el muro que me rodeaba y se acercó el general. Amable me saludó y le hice la pregunta, la contestó y me invitó a quedarme a la comida. De regreso, a bordo del auto del inolvidable Dr. Federico Martínez Manautou, pasé la nota por su teléfono a México. Al día siguiente me llevé “la de 8 columnas”, como se dice en el argot periodístico a la nota principal. Y por ahora es suficiente.