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La aparición de los Naguales de Amatlán de Quetzalcóatl

 

En mi pueblo natal, Amatlán de Quetzalcóatl, donde vivo y escribo (donde la lengua Nahuatl es un olvido tenue y reciente), hace sólo algunas décadas (según algunos habitantes mayores del pueblo) era frecuente la aparición de los Naguales: humanos capaces de transformarse en perros, puercos, guajolotes o cuervos. Según el diccionario de la RAE, un Nagual es “un animal simbólico que representa el espíritu protector de una persona.” Escribir y pensar sobre los Naguales de mi pueblo me acercan a su intimidad invisible, una que contiene vestigios de otros tiempos, en los que a veces encender una vela no era simplemente prender una luz sino conjurarla. Sospecho que, de pueblo en pueblo, y ciertamente en Latinoamérica, los encuentros con un Nagual han de tener significados y manifestaciones distintas, enriquecidas por el sabor mitológico de cada región.

Estas crónicas, si tengo la audacia de nombrarlas como tal, no pretenden ser el producto de una tesis antropológica respaldada por una amplia investigación. Tampoco proponen al Nagual como un arquetipo chamánico para el crecimiento espiritual. Esa indagación se la dejo, por el momento (errónea o acertadamente), a Carlos Castaneda y a otros libros de misticismo indigenista que todavía no leo. Nacen mas bien de tres o cuatro conversaciones espontáneas con nativos de este pueblo, documentado sus encuentros con Naguales en la cotidianidad de familias que han nacido y estado aquí durante generaciones. No recuerdo con precisión todos sus nombres y datos. Me contaron tales anécdotas de manera inesperada (en un taxi, o en una charla fugaz), como suele ocurrir la magia:

Un taxista de Amatlán, de unos 70 y tantos años y de cuyo nombre no puedo acordarme, me dijo: “En mi época los Naguales eran los curanderos del pueblo, que desde su lado sombrío se aprovechaban de sus dones para hacer una travesura. Alguno entraba por la ventana de su enamorada, en plena noche y en forma de cuervo o guajolote, para llevársela muy lejos sin el consentimiento de los padres o la iglesia. Cuando todos nos dábamos cuenta ya era demasiado tarde, el embrujo había sucedido y la muchacha estaba embarazada.”

En otra ocasión, uno de mis alumnos de la telesecundaria de Amatlán (donde di clases de poesía durante años) me llevó con su abuelita curandera. Ella me contó que de niña, había visto un Nagual: “Cuando era niña y no había mucho que comer, a medianoche sin falta llegaba un perro flaco… flaco… a aullar junto a nuestro zaguán. Mi tío, que se paraba en medio de la obscuridad para hacer pipí, escuchó a alguien entrar en la cocina. Era el perro flaco… flaco… llevándose los huevos el pan y la leche. No estaba en cuatro patas, sino en dos. A la luz de la luna se le veían sus pequeñas y delicadas manos, sus cinco dedos y cinco uñas. Mi tío lo vió y nos dijo: “este no es un perro, es un Nagual”. Se iba alejando cuando, de pronto, mi tío le disparó con su escopeta. Vimos un rastro largo de sangre y nunca… nunca… más lo volvimos a ver. Al día siguiente, un tal don Joaquín, que era un viejo amargado, caminaba cojo de la misma pierna donde recibido el disparo de la noche anterior. Así confirmamos que él era un brujo, un Nagual, queriéndose robar nuestra comida.”

Un amigo curandero, tepozteco, Eduardo Morales, me contó que de niño estaba con su abuelo en su carro cuando un puerco los detuvo a la mitad del camino. Pitaron el claxon, pero el puerco no se movía, no reaccionaba a las amenazas y los espantos. De pronto, su abuelo le dijo: “este no es un puerco. Voltea tu sombrero hacia arriba. Los señores y los niños que también lo acompañaban se quitaron sus sombreros los voltearon hacia arriba, y el hechizo se rompió: donde antes había un puerco, ahora yacía un hombre gordo, desnudo, borracho y avergonzado.

Estos tres acontecimientos, más que una magia con un elevado significado espiritual, revelan una transfiguración que busca una estrategia para llevar a cabo la transgresión. El amante que se roba sigilosamente a su enamorada, el Perro-Humano que se roba la comida en una casa donde ya es escasa, el puerco es puerco por su borrachera. La magia del Nagual en estos encuentros les da voz a condiciones precarias de hambre, alcoholismo y deseo. Sin ella perderían velozmente su resonante encanto y misterio. Quizás, la posibilidad de invocar la transfiguración en una situación adversa la vuelve mas tolerable. La hechicería expresada aquí no glorifica a quien la usa, sino lo contrario: apunta a su fragilidad. Siento compasión por el Nagual que somos todos. Uno que, a veces, sucumbe (como todos) ante el prejuicio de otros o ante su instinto animal. También, siento compasión por la muchacha que no volvió esa noche (ni tantas otras) a su casa.

Antes de que mis atentos lectores piensen que quiero concluir algo definitivo sobre los naguales les diré, simplemente, que al darme cuenta de que los taxistas de Amatlán y Tepoztlán sabían algo sobre ellos les pregunté: ” ¿por qué creen que ya casi no vemos naguales en este pueblo?” Los tres taxistas, sin ponerse de acuerdo, me contestaron lo mismo: “hay muchos focos encendidos en las calles del pueblo, y con tantas luces la magia se espanta…”

Nahual-perro-y-arena. Sócrates Medina