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a Sebastián Gardette

Una vez Félix Guattari propuso formar una Sociedad Protectora de la Contradicción; de inmediato recordé a Cortázar, a quien le gustaban esas operaciones tipo Alfred Jarry: torcer las fórmulas de buena crianza, tocarle la oreja al serio semblante del pensamiento. Pero también le divertía hallar extravagancias, como cuando Oliveira, incrédulo, descubre en la letra de un tango la palabra diagnóstico.

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Lo jodían por esa eggrrre que parecía preludiar, de un momento a otro, el disparo de un gargajo, y él, alguna vez, se defendió frente a las cámaras: no es porque me crea francés, es por un defecto en la voz, simplemente. Pero lo seguían pinchando con eso, le recordaban que había nacido en Bélgica, o que ya era un parisino más, y él se daba manija, insistía en esa eggrrre, la remarcaba, la paladeaba, paladeaba su impureza.

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Nos tradujo a Poe, a Defoe, a Gide, a Chesterton, a Yourcenar; eso suele olvidarse (yo, lector monolingüe, jamás). Y de algún modo se tradujo a sí mismo: El perseguidor parece escrito originalmente en otra lengua, como si Cortázar, como Cervantes, simulara traducir el relato, y de paso, gracias a esa operación, se las ingeniara para hacer del español una lengua con jazz. Me pregunto a veces cómo será leerlo en otra lengua.

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Mi primera imagen de él es en blanco y negro, cuando murió, hace cuarenta años. Creía que era así por el televisor; creía que si tuviera un televisor en colores vería a ese señor barbudo de ojos grandes, de ademanes taimados, con un pucho entre los dedos, como realmente era. Mostraban imágenes de una entrevista y él se notaba incómodo. Hoy veo esa entrevista en Youtube y aún permanece en blanco y negro, con el pucho entre los dedos, incómodo.

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Parece cool renegar de un escritor así, relacionado al boom (horror), y aún más: vinculado a cierta candidez izquierdizante. Eso de algún modo te salva del ridículo, y siempre será mejor practicar cierto cinismo snob. César Aira, por ejemplo, lo hace: dice que cuando él admiró El perseguidor era en realidad un pobre escritor principiante, pero ahora (cuando es un gran profesional), lo encuentra terriblemente malo.

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De vez en cuando, lo leo. Muy poco, pero es casi un ritual involuntario volver sobre algún cuento, pongamos, un par de veces al año. Ocurre como con ciertos poemas o cuentos de Borges (no así con las novelas de César Aira): se pueden releer.

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Así como en el rock existe un hit o un disco que se traga al rockero, a Cortázar por poco se lo tragan cronopios, famas y esperanzas. Es un comentario de fama (toda mi vida he vivido con el temor de ser un fama), pero ese libro se exageró y casi oculta lo demás y por poco lo convierte en payaso; pero no, era un humorista, es decir, un trágico, un escritor de crueldades.

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En esos cuentos siempre hay una pérdida y una carcajada. Por eso la infancia aparece con frecuencia en ellos, y por eso las novelas, ficciones de adultez, pierden esa fuerza.

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A los diecinueve años viajé a Noruega con el osado fin de intentar recuperar un noviazgo. Estaba decidido. Un vuelo de veinticinco horas hasta la loma del orto, donde declararía mi amor eterno sobre una gran roca al borde del acantilado. Estaba decidido. El gran error fue llevar conmigo el primer volumen de los Cuentos completos. No trepé la roca, no recuperé noviazgo alguno (pero leí Bestiario, Las armas secretas, Final del juego).

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Un escritor es alguien con problemas para escribir, decía Thomas Mann. Un escritor es alguien con un defecto en la voz, podríamos agregar: miembro vitalicio de la Sociedad Protectora de la Contradicción.

Foto: modelo Galaxy intervenido / cortesía del autor