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Entre continuas remodelaciones capaces de alterar el latido de sus habitantes, la Unidad Nonoalco-Tlatelolco, con sus torres y edificios inclinados, sus grietas y temibles elevadores, sus skaters suicidas y sus tres culturas, cumple sesenta años en pie. Haciendo equilibrio, pero en pie. Tantas cosas, ¿no? Desde que Mario Pani echara a andar el proyecto, cristalizado en 1964, hasta hoy, Tlatelolco ha sido el escenario de por lo menos dos acontecimientos tremendos en el país de los guamazos; aquí no nos referiremos a ellos más que de soslayo, con una finta, haciendo como que no quiere la cosa desde un punto de vista personal, pues la historia —como decía el zurdo Roland Barthes— es histérica: necesita que la miren, como a uno.

En 2008 hice de extra para una serie televisiva que pretendía conmemorar los cuarenta años de la fecha fatídica. Por esa época yo vivía en el edificio ISSSTE 11, sobre el Eje Central, y a medida que se acercaba el día, la invasión de la prensa, el turismo, cineastas, cronistas y coronas de flores hacían cada vez más difícil el libre tránsito entre los edificios cercanos a la plaza en cuestión. Lo cual no impidió que una cruda mañana primaveral me aventurara por ahí en chanclas, la barba crecida y un almohadazo olímpico a mi haber: pudo ser aquella sugerente pinta la que decidió al cazatalentos del canal cultural a ver en mí al extra ideal para hacer de moribundo del 2 de octubre, y seguramente fueron lo trescientos pesos que me ofreció a cambio los que acabaron decidiéndome a debutar ante las cámaras. Rápidamente me subieron a una casa rodante donde me vistieron con teñida de los años sesenta y me maquillaron como si hubiese recibido las caricias del Batallón Olimpia. El resto fue fácil: entre una multitud de heridos, sólo tenía que acostarme boca arriba sobre la explanada de la plaza, cerrar los ojos y morir. Aunque fue debut y despedida, ahora que lo pienso ha sido por lejos mi chamba mejor pagada, pese a ser causada por el dolor humano y Gustavo Díaz Ordaz.

Tres años antes, la mañana del 19 de septiembre de 2005, al cumplirse los veinte años de la otra fecha tremenda, no me porté tan bien y desperdicié una preciosa ocasión para exhibir mis dotes de histrión. Quiero decir: se me pidió una actuación, sin duda, con motivo de un megasimulacro de terremoto —muy bien dispuesto, con cortes de luz, cortes de agua e incendio incluidos—, pero mis nervios a tan temprana hora rehusaron la oferta al considerar que la producción no pagaba un céntimo mientras el guion contemplaba bajarme en camilla por fuera de los doce pisos de mi edificio, sujeto únicamente a unos dudosos arneses que debían datar del terremoto de 1957 (tal vez para conferirle un toque más de realismo al simulacro). La negativa, que me hizo acreedor a las miradas reprobatorias, por no decir hostiles, del cuerpo de Protección Civil, por otra parte me valió las despreocupadas palmaditas en la espalda de mis buenos vecinos del edificio ISSSTE 11, hacia los cuales, dicho sea de paso, guardaré eterno agradecimiento, porque cuando vino un temblor de verdad con terror de verdad no vacilaron en deshacerse de algunos muebles viejos y cuarteados que hasta el día de hoy, tan lejos de ahí, conservo y resisten y de vez en cuando bailan, como Tlate, la debrayada conga de la tierra.

Foto: Iliana Ilianova