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Los papás siempre tienen la razón

José Iturriaga de la Fuente

Mi amiga Guadalupe Gómez Collada condujo durante cerca de diez años un programa de radio ¡cotidiano! y todos los viernes se emitía en vivo desde algún restorán del Centro Histórico de la Ciudad de México, que es el fuerte de Lupita. Siempre tenía algunos invitados.

Un viernes nos convocó a un grupo de amigos vinculados a la gastronomía, entre ellos mis queridos Paco Ignacio Taibo I y su esposa Maricarmen. La invitación era de agradecerse, pues se trataba de “El Danubio”, cuya cocina española de mariscos tiene un gran prestigio, bien ganado desde 1936. Si “El Danubio” de por sí es excelente, ya podrán imaginarse cómo se pulieron para recibir a los participantes del programa radial. Ya instalados y al aire –y con los líquidos espirituosos bien dispuestos en la mesa-, llegó una soberbia fuente de mariscos fríos pletórica de diversos moluscos y crustáceos coronados por una langosta en apariencia entera, aunque en realidad estaba ya cortada en medallones, para facilitarnos el trabajo (aunque esos trabajos son los que me gustan).

Siguieron viandas calientes y durante todo el ágape alguno de nosotros, alternadamente, hacía uso del micrófono para que el programa también tuviera sentido para los radioescuchas, no solo para los golosos comensales.

En la primera de mis intervenciones recordé que mi padre era un asiduo visitante de este lugar (cuando llegaba, los meseros más antiguos lo saludaban por su nombre, don Pepe) y siempre ocupaba alguna mesa de rincón, para que éste hiciera las veces de concha acústica, en beneficio de su sordera.

Cuando le ofrecían las cartas a él y a sus acompañantes, amable, convincente y familiarmente autoritario como era, las rechazaba y ordenaba para todos: “sopa verde de mariscos y langostinos al mojo de ajo”. Fueron tantas las oportunidades en que disfruté ese mismo menú desde mi infancia, que ya adulto fui en varias ocasiones por mi cuenta, solo para leer a placer la carta y pedir otros platillos diferentes. No fueron más de dos o tres veces. Después, siempre que he vuelto a “El Danubio”, invariablemente pido la sopa verde de mariscos y langostinos al mojo de ajo. Quienes me escucharon en el radio y fueron a este restorán a verificar la recomendación, de seguro que me lo agradecen.

Como mi padre fue miembro del consejo de administración de la empresa Ocean Garden –cuando era subdirector de Nacional Financiera-, en fechas especiales había en la casa marquetas de camarones gigantes (del tamaño U-8, es decir 8 camarones por libra). Mi mamá solía hacerlos en escabeche o capeados; a veces los empanizaba.

Uno es producto de lo que mamó (o, en este caso, de lo que comió). Por ello, a mí me gusta celebrar las grandes ocasiones de manera parecida. Cuando nació Emiliano, lo registramos en la casa y al pequeño grupo familiar y de contados amigos que asistieron, le ofrecimos un buffet de champaña y gambas con gabardina. No se crea que acostumbro semejantes elegancias (¡qué más diera!), pero no a diario nace un hijo.

(La nomenclatura de tales camarones es como para enredarse: con capa, es decir capeados, debe ser para el frío, y con gabardina para las lluvias. Cuando son rebozados debe tratarse de la versión mexicana de la capa española, o sea el rebozo).

Mucho más elaborados –y para comerse sentados a la mesa- son los camarones en escabeche de mi madre. Los hiervo sin que se ablanden, que no pierdan su consistencia sólida; debe ser en poca agua, para que resulte un caldo concentrado que usaré poco después. En un platón hondo de cerámica (nunca de metal), pongo los camarones y les agrego dos tantos de aceite de oliva extra virgen y un tanto de vinagre fino (ahorrar en el vinagre es ridículo, cuando ya se gastó en los camarones… y el secreto de las vinagretas es el vinagre, valga la perogrullada).

Se les agrega papitas de cambray cocidas y peladas, cebollitas asimismo de cambray, sin tallo, ligeramente cocidas, cebolla cruda picada finamente, zanahorias en cuadritos cocidas, chícharos frescos cocidos, aceitunas, rajas de jalapeños de lata cortadas muy delgadas, orégano molido con las palmas de las manos y un poco del caldo donde se coció el camarón, ya frío.

El polo opuesto de los camarones gigantes son los miniatura, secos, que venden en Puerto Escondido, en Oaxaca. Los más grandes tienen como un centímetro de largo. En la playa los venden señoras, en bolsas de un cuarto o de medio kilo. En la casa los usamos para el arroz blanco y para el caldo de nopales. (Primos suyos son los acociles de las zonas lacustres del Altiplano central).

Mi trabajo en la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente me llevó en varias ocasiones a inspeccionar granjas camaronícolas, sobre todo del estado de Sinaloa, donde está la mayoría de ellas. Son estanques artificiales de agua salada, proveniente del mar, donde se crían los crustáceos con alimentos balanceados (como los de pollos, perros y gatos; son básicamente similares en composición y apariencia, aunque los gránulos para los camarones son pequeñitos).

Todos los conocedores saben que el sabor de los camarones de granja no es tan bueno como el de los que se pescan en el mar o en los esteros. Tan es así, que uno de los más memorables banquetes que nos dieron los empresarios camaronícolas a un grupo de visitantes a tales granjas consistió en enormes camarones ¡de mar!

Por fortuna, en Cuernavaca tenemos acceso a excelentes pescados y mariscos; de batalla, en el mercado López Mateos, y muy selectos, como una pequeña La Viga, en Fish Market.

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