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REMEMBRANZAS PATERNAS

 

Mi padre (cuyo nombre llevo yo mismo) me enseñó muchas cosas. La gran cocinera de la casa era mi mamá, pero él presumía de serlo también. Lo cierto es que los cuatro o cinco platillos que preparaba sí le salían excelentes. Uno, el que más repito, es su espagueti al triple burro, o sea mantequilla. A Silvia le parece una bomba suicida. Ya cocida la pasta al dente -digamos, para dos personas-, se tira el agua y allí mismo se le agrega una barra completa de mantequilla de 100 gramos y otros 150 de queso fuerte rallado (parmesano, chihuahua, manchego de a deveras u otro parecido), sal y pimienta, y a fuego lento se derriten ambos lácteos, integrándose al espagueti. ¡Me encanta!

También hacía un pollo al vino tinto (coq aun vin) bastante bueno y dos o tres platillos más que ahora no recuerdo. Le gustaba ponerle un piquete de vino tinto a las sopas aguadas, la que fuera: juliana, de cebolla, fideos, y su autoridad moral con sus amigos le permitía echarle un chorrito de vino en sus platos, sin preguntarles su opinión, pero asegurándoles: “Ya verá, compañero, qué delicia. Así la toman en París”. Solía tomar cervezas “campechanas”, revolviendo clara con oscura, y a veces combinaba champaña con vino blanco del Rin, recordando que así la bebía Alfried Krupp cuando recibió en su fábrica al presidente López Mateos en Alemania (en cuya comitiva iba mi padre).

Mi madre decía que a mi papá le salían bien algunos guisos porque exageraba los ingredientes más finos; “así quién no”, agregaba. Un ejemplo era su ensalada de lechuga con excelentes y abundantes vinagre y aceite de oliva.

Tenía largas rachas de afición por algún alimento, que mi mamá le toleraba (aunque guisando otras cosas para el resto de la familia). Podía comer un mes entero filete de res y, otro, caldo de pollo con verduras. Durante semanas desayunaba huevos tibios y, otras, papas fritas en aceite de oliva revueltas con huevos muy tiernos. Toda su vida iniciaba el día comiendo papaya y casi a diario pedía sopa de fideos.

A él le copié su forma de hacer caldo de pollo, y la mejoré. Compraba tres kilos de patas, rabadillas y huacales de pollo y los hervía en cuatro litros de agua hasta que se reducían a dos. Con esa base le hacían sus sopas de fideo. Mi aportación es que le pido a la pollera que me despedace con su hachuela todas esas piezas de pollo, a que queden incomibles, y así las hiervo como mi padre; después de una hora de hervir, las apachurro con ese utensilio para hacer frijoles refritos, de manera que los trozos del ave quedan aún más deshechos y así los sigo hirviendo hasta que se consume o reduce el caldo (de allí el galicismo consomé = consumido). Con esa base, que es pura gelatina natural, hago fideos y también otras sopas y guisos.

Cuando visitaba a mi padre en Coatepec -donde decidió pasar los últimos años de su vida centenaria- me recibía con un gran platón de natas gruesas recién hechas en casa con leche bronca, y una charola de pan dulce de Xico. Antes de comerme una concha rellena de natas con un poquito de azúcar, primero me comía varios tacos de natas con sal.

Ese “menú” lo repito, parecido, cada vez que voy a desayunar a El Cardenal, de mi querida amiga Marcela Briz. Primero pido mi platón de natas, una canastita de bolillitos minúsculos que allí mismo hacen y unos frijoles refritos bien chinitos; me voy armando tortitas con nata y sal y esporádicamente una probada de frijoles. De postre, mi concha con natas. Todo apoyado por varios cafés con leche.

De uno de los libros de mi padre -que fue muy reconocido como historiador y sociólogo-, tomé el siguiente párrafo porque aporta un extraño y notable dato acerca de un restorán en París. En Rastros y rostros, está refiriéndose a su amigo Octavio Paz:

“Me topé con Octavio en 1951 en Ginebra. Paz asistía al encuentro anual que tenían en distintas ciudades europeas cada verano los más eminentes intelectuales de ese continente. Brillante y creador como era Octavio, sin embargo todavía no se había consagrado universalmente y sólo fue invitado a ese encuentro en calidad de observador […] De regreso de Ginebra a la Ciudad Luz, convencí a Octavio de que rompiera el hielo con David Alfaro Siqueiros y, sin ningún rencor de uno y otro [por antiguas diferencias políticas que habían tenido], almorzamos juntos en un extravagante y alargado restaurante parisino, cuyo menú estaba dibujado en la angosta pared final de tan largo salón. A los clientes no se les daba carta alguna, sino unos anteojos de largavista para leer desde su respectiva mesa el menú inscrito en la pared. Comimos y bebimos con tanta abundancia como con cordialidad. El tema recurrente abordado fue México, su pasado y su futuro, que siempre obsesionó a Octavio y que lo manejaba, no con tono apodíctico sino dubitativo, estilo de pensar y hablar que complacía al poeta francés Paul Éluard, invitado por Octavio a comer con nosotros. El dogmatismo vigoroso o, si se prefiere, candoroso, con que David sostenía su ideario, parecía ablandarse con el género interrogativo o socrá­tico empleado por nuestro poeta en su charla. Fue aquella una gran tarde en que la plática fungió de eficaz alka-seltzer para digerir tan abundante comelitona.”