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A principios de 1993, buscando empleo en avisos clasificados de un periódico, encontró que una empresa de medios audiovisuales requería asistente administrativa. Llamó por teléfono y le indicaron cómo llegar a la privada Cactus, allá por Calzada de los Reyes rumbo a Tetela del Monte.

—Traiga por escrito su currículum vitae —le recalcaron.

La aceptaron de inmediato. Seguro influyeron los dos años que ella había cursado en la Escuela de Periodismo Carlos Septién.

—El trabajo le quedaba lejos; usted dice que desde 1980 vivía en Yautepec. ¿Por qué aceptó? —le pregunto.

—Porque era de 9 de la mañana a seis de la tarde, de lunes a viernes, con una hora para comer, pagaban bien, pero sobre todo por la amabilidad con que me recibió el principal de la empresa.

—¿Cuánto tiempo trabajó ahí?

—Casi tres años.

—De ese período ¿qué recuerdos tiene de su patrón?

—De él tengo la imagen de verlo horas inclinado en la mesa de luz, revisando diapositivas con una lupa milimétrica llamada cuenta hilos. Todos los días al yo llegar, él ya estaba en ese mueble luminoso y volteaba para contestar el “buenos días” con una frase diferente, como, por ejemplo: “Y ora, ¿por qué esa cara, por qué viene enojada?” o “¿A qué se debe que hoy llegó contenta? A ver, platíqueme”.

—¿Cómo lo describiría?

—Todo un caballero de fina estampa, un señor imponente, detallista, ordenado, serio, enérgico; cumplidor con proveedores, clientes y personal. Nunca se retrasó con mi pago. Jamás hubo alguien que le reclamara por impuntual. Pero también era de mecha corta, explosivo.

—Y el ambiente de trabajo, ¿cómo era?

—Nada estresante. Al poco tiempo de que entré, un 20 de abril de 1993 murió el gran actor Cantinflas y mientras trabajábamos nos permitía seguir las noticias en una pequeña televisión. Meses después sucedió el alzamiento zapatista en Chiapas y por meses, laborando, nos informábamos de todo lo que sucedía al respecto. Lo que me parecía más interesante, era que a la empresa acudían intelectuales o artistas como Ofelia Medina, Alejando Aura y su hermana o el señor Aguilar, el conductor del programa de Chabelo. Una vez nos platicó que Gabriel García Márquez había estado en su casa. Recuerdo que le pregunté de qué habían platicado. Y respondió: “En esos casos uno tiene que estar calladito, escuchar atento”. Después de lo de Chiapas, en febrero, me dijo: “Martha, écheme la mano, necesito que grabe un spot”. El spot decía “Si votas, Vences”. Él no quiso trabajar para el candidato del PRI a gobernador; apoyó de a gratis con fotos, spots y promoción de boca en boca al primer candidato de oposición que no tenía posibilidad de ganar.

—¿Por qué dices que era de mecha corta, explosivo?

—Yo ya llevaba trabajando con él un año, cuando me ordenó:

—Tráigame el sobre que me llegó ayer.

—Señor, ayer no llegó nada para usted.

—¡Claro que sí! —levantó la voz— Me avisaron por teléfono que me lo trajeron —agregó molesto.

—Señor —insistí—, no llegó nada. Todo lo que llega lo anoto en la bitácora, no registré nada para usted.

—Pues a ver qué hace, pero me lo encuentra —me gritó.

—Ah no, así no me hable —reclamé.

—Pues si no le gusta, pase con el contador para que le hagan su cheque, está despedida.

—Pasé con el contador y este me dijo que esperara, que calcularía mi finiquito y prepararía el papeleo. Después de una hora el señor se me plantó enfrente; me tomó fotos y dijo:

—Discúlpeme, soy muy explosivo. No se vaya. Me gusta cómo trabaja.

—Me quedé otro año más. Hubiera querido seguir ahí, pero tenía una niña pequeña a la cual atender. Me siento orgullosa de haberlo conocido. La vida me colocó en un lugar inolvidable.

Un par de personas sentadas en una mesa

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Entrevista a Martha G. Dávila Cura. Foto: Cortesía del autor