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Platicaba su padre —Enrique González Saravia— que, en julio de 1956, a un mes de nacida, la zambulló hasta el cuello en las benéficas y cristalinas aguas del balneario Las Estacas del que su abuelo materno Julio Calderón Fuentes se enamoró a primera vista un día que andaba de cacería y, con ahorros de toda la vida, compró en 1940 a un hijo del exgobernador Manuel Alarcón. Ahí, en la Poza Azul, a los seis años, Margarita aprendió a nadar.

El abuelo Julio administraba un heredado comercio céntrico en la Ciudad de México y poseía una casona en Cuernavaca —contra esquina del Teatro Morelos— en la que su madre, desde niña, pasaba largas temporadas; el abuelo —amigo cercano de Plutarco Elías Calles y del presidente Manuel Ávila Camacho— presidió el Comité de Defensa Civil en el Estado de Morelos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.

Desde la tierna infancia la vida de Margarita transcurre entre la capital del país, Cuernavaca y Las Estacas (Temilpa, Tlaltizapán). Eso la va marcando. Otros dos lugares tuvieron que ver en el temple de su carácter y moldearon su forma de ser: el humilde pueblo Santa María Nativitas (Estado de México) y la hacienda San Isidro La Punta en Durango.

Del primero procedía su nana Agustina. Allá, alegre, pasaba una semana en su casa de paja con piso de tierra, triturando maíz en molino manual, comiendo ricas tortillas de mano recién salidas del comal de barro, saboreando salsas molcajeteadas, durmiendo en camas rígidas y yendo al excusado con garrote en mano para alejar a los marranos. Agustina la bañaba en una gran tina de lámina galvanizada. Margarita lloró con sentimiento el día que murió Agustina.

Del segundo sitio vienen sus raíces paternas: allá nacieron su portentoso abuelo Atanasio González Sarabia Aragón —9 de junio de 1888— y su padre. Una o dos veces al año convivía con los peones y sus familias, ayudaba en labores del campo o cuidaba el ganado, montaba a caballo y uno que otro becerro.

El abuelo Atanasio —de acendrado catolicismo— arribó al Distrito Federal con bagaje autodidacta: experto administrador e historiador de la Nueva Vizcaya (norte del país) y autor de la novela ¡Viva Madero! Hizo carrera en el Banco Nacional de México: inició de cajero, escaló a gerente de sucursal, subió a visitador, ascendió a subdirector (de 1934 a 1953), fungió como director general de 1954 a 1955. El 28 de junio de 1920 ingresó a la Academia Mexicana de la Historia; tras presidirla de 1941 a 1959 lo nombraron director vitalicio honorario.

Tres hijas mayores del abuelo Atanasio estudiaron en el prestigiado Colegio Francés del Pedregal —fundado en 1903 por religiosas de la Orden San José de Lyon y empeñado en formar personas conscientes, competentes y comprometidas para y con los demás, en busca de un mundo más justo y solidario—al que después ingresaron dos González Saravia: Concepción y Dolores; la primera se fue de misionera a India y la segunda —psicóloga, filósofa y pedagoga— llegaría a directora del elitista Colegio, en el que también se educó su madre Margarita Calderón, amiga íntima de las González Saravia al grado de ir con ellas de vacaciones a Estados Unidos. Allá le presentaron a su hermano Enrique cuando éste las fue a visitar. Tras un noviazgo de 8 meses se casaron sin ostentación en Durango.

Margarita también asistió al Colegio Francés del Pedregal desde preescolar, primaria y secundaria hasta preparatoria. Su mejor amiga de hoy es de la etapa del kínder; una vez al año se sigue reuniendo esa generación.

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Su apacible infancia sufrió un primer embate perturbador el 13 de septiembre de 1968; ese día un montón de primos jugaban al “bote pateado” en el amplio jardín de la confortable casa del abuelo Atanasio ubicada en avenida Insurgentes Sur.

—¡Pronto, todos a la biblioteca! —ordenó a gritos el abuelo.

Los encerraron. A unas cuadras hacia San Ángel se veía una multitud procedente de Ciudad Universitaria; iban a sumarse al contingente salido del Museo de Antropología con rumbo al Zócalo. El abuelo temía que reprimieran a los estudiantes y se desatara la violencia, como ya había sucedido días antes. Tras los ventanales, Margarita —de doce años— vio marchar a miles de estudiantes, obreros, campesinos y mujeres de colonias populares; algunos llevaban cintas adhesivas formando una “x” sobre los labios. Le llamaron Marcha del Silencio. “El silencio no significa ceder. ¡Aquí nadie se rinde!”, decía una manta. Un jovencito alzaba una cartulina con la leyenda: “El pueblo nos sostiene, por el pueblo es que luchamos”. Las imágenes revolotearon varios días en su cabeza.

—Te veo triste, acongojada, como que algo te pasa —le comentó Sor Ángela, su maestra de Historia, con la única que siempre sacaba diez.

—Hermana, ¿los manifestantes son malos?, ¿es cierto que los estudiantes son alborotadores? —preguntó.

La madre cogió un libro escrito por el abuelo Atanasio, lo abrió.

—Lee lo subrayado —le sugirió.

El párrafo, transcrito después por Margarita, decía:

“Ninguna idea puede extenderse y prosperar, ni tampoco ninguna revolución puede triunfar, si no es porque en la misma exista un fondo de justicia; nunca ningún pueblo se destroza por solo la pasión de destrozarse, siempre que en un país corre la sangre en guerra fratricida, indudablemente que existe algún motivo bien grande que lleva a esos terribles extremos y ese motivo tiene que encerrar, forzosamente, una tendencia al mejoramiento de la colectividad”.

Al abuelo Atanasio debe Margarita mucho de lo que hoy es. Le permitía acompañarlo en su fabulosa biblioteca, le sugirió leer novelas como El Conde de Montecristo, Los Tres Mosqueteros, Platero y yo, entre otras. Era la única nieta a quien dejaba tocar su piano y que comiera en la mesa con los mayores.

Don Atanasio murió el 11 de mayo de 1969. Sus restos descansan en la Rotonda de Hombres y Mujeres Ilustres de Durango. Al oriente de la Ciudad de México, en su memoria, una avenida y una estación de Metrobús ostentan su nombre. En 1984 Fomento Cultural Citibanamex instituyó el Premio Atanasio G. Saravia de Historia Regional Mexicana.

En la vida uno va recibiendo influencias grandes y pequeñas. A Margarita, por ejemplo, un tío médico le impregnó el gusto por la música clásica; en temporada de conciertos en el Palacio de Bellas Artes compraba boletos y se llevaba a toda la bola de escuincles.

Intrigada, sorprendida, escuchó repetidas veces al tío republicano José Farrés —refugiado catalán— relatar que en Francia estuvo prisionero en un campo de concentración y la hazaña de cómo se fugó y vino a dar al puerto de Veracruz.

Sacudió tremendamente su conciencia el ir a misionar en Oxchuc, Chiapas con varias monjas, entre ellas iba su tía Dolores. Caminaron nueve horas para llegar a un remoto caserío en lo alto de la montaña, se alojaron en chozas de una familia en extrema pobreza que ni siquiera petates tenía para dormir; y los ratones husmeando toda la noche.

Para la segunda misión —Margarita ya tenía 17 años— las monjitas del Colegio Francés que ya trabajaban en la línea Teología de la Liberación —opción preferencial por los pobres— la llevaron a un barrio del Peñón de los Baños donde todas las casas estaban hechas con materiales de desecho y tenían techos de láminas de cartón. Ahí instalaron un dispensario médico. Margarita y su hermana Lolita siguieron yendo los fines de semana. A Margarita le chocaba palpar el contraste entre la casa donde ella vivía y la extrema pobreza del Peñón. Fue entonces que cuestionó la forma de vida de su padre y su familia. Renegó de la desigualdad.

—Estás desubicada. No sabes cómo es la realidad, ni tienes claro qué quieres ser. Te dejas influenciar por gente extraña —replicó enojado su padre y su madre derramó lágrimas.

Margarita presentó examen y entró a Trabajo Social; ahí la profesora María Luisa La China Herrasti le ayudó a entender el camino que ella quería seguir. Después de un semestre abandonó su casa y la carrera. Pero sus padres fueron muy listos. Sin que ella lo supiera, acordaron que, en lugar de reprensiones y prohibiciones, la encausarían.

—Hija, en Comala, Colima una amiga mía imparte cursos de capacitación a campesinos. Le hablé de ti, dice que ahí te puede contratar. ¿Por qué no pruebas? —sugirió su madre.

Margarita aceptó emocionada.