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Martín Cinzano

Después de los cuentos inaugurales de Edgar Allan Poe protagonizados por Dupin, la narrativa policial, se supone, vivió su época de esplendor con las novelas hard-boiled de Dashiell Hammett, primero, y las de Raymond Chandler, después. De ahí en más, dicen los puristas (a excepción de Borges, que en este terreno opta siempre por Chesterton y desdeña a los norteamericanos), no existió ningún otro escritor de relatos policiales capaz de descollar o de por lo menos escribir una sola frase digna de Cosecha roja o de El largo adiós

​Pese a ello, con o sin puristas, se siguen escribiendo, publicando e incluso leyendo relatos policiales o alguna cosa parecida, y es precisamente gracias a ese relativismo del “alguna cosa parecida” que entramos en una discusión ya bizantina entre quienes prefieren delimitar el género a unas cuantas reglas más o menos fijas y aquellos que más bien lo han convertido en un recurso ocasional. 

 ​Una novela, por ejemplo, puede contener “retazos” o “visos” de lo policial, aunque pocos se atreverían a catalogarla como una novela policial neta. Rodolfo Walsh viajó hasta los relatos homéricos para “demostrar que la totalidad de los elementos esenciales de la ficción policíaca se hallan dispersos en la literatura de épocas anteriores, y que en algún caso aislado ese tipo de narración cristalizó en forma perfecta antes de Poe”; no por nada el ensayo de Walsh se titula “Dos mil quinientos años de literatura policial”. Pero, para no ir tan lejos, el mismo Chandler, en “The simple art of murder”, estableció los requisitos primarios que debería cumplir la narrativa policial, entre los cuales se hallan al menos dos insoslayables: el acontecimiento del crimen y la presencia de un detective adscrito a un código ético.  

Sin embargo, la llamada “novela negra” (que para los lectores hispanohablantes tomó gran impulso gracias a la colección “La novela negra” de Bruguera —dirigida por Juan Carlos Martini— y la serie “Black” —dirigida por Javier Coma—) abrió y en suma diversificó el relato de crímenes, disponiéndolo desde el punto de vista del delincuente en tanto personaje central (el mismo Juan Carlos Martini, por ejemplo, clasifica a la novela negra como una suerte de subgénero dentro de la narrativa policial). Así, tal vez lo único que permanezca, en cuanto “requisito”, sea el acontecimiento del crimen (asesinatos, secuestros, la planeación de un atraco, etc.) para por lo menos tener entre manos una historia policial. La figuradel detective, por su parte, ha perdido bastante fuerza, fuerza ética y fuerza verosímil (una de la mano de la otra),lo cual, en un clima de impunidad sin fin, se traduce en que ya nadie le cree mucho a ningún viejo o nuevo Sam Spade o Philip Marlowe, pese a que pueden seguir apareciendo por ahí miles de detectives de su estilo con una marcada tendencia hacia la crítica social o, como los de Irving Welsh, definitivamente corruptos. 

Sería conveniente, entonces, considerar que el detective está muerto y, con él, el relato policial; eso losconvertiría en desfasados, siempre a punto de transformarse en “otra cosa parecida”: después de todo,alguna vez así fue considerada la figura del caballero juntoa los mismos relatos de caballerías, y tal vez fue gracias a tal decadencia que éstos finalmente se pudieron reinventaren ese gran relato que era y a la vez no era de caballerías, con la seriedad de la parodia y sin abandonar el factor ético. Es decir, mejor pongamos que el policial estámuerto como una forma de reivindicarlo.

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