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Las bacterias no piensan, por lo tanto, no formulan planes ni estrategias. Son microorganismos que lo único que saben hacer es comer, defecar y reproducirse una y otra vez siempre y cuando tengan comida suficiente. Cuando las bacterias infectan a un ser humano (o a una planta o animal) es porque encuentran en nuestros cuerpos las condiciones de temperatura, humedad, acidez y nutrientes que les permiten sobrevivir cómodamente. Sin embargo, esos bichos mal agradecidos nos roban los nutrientes impidiendo que nuestras células puedan crecer y reproducirse. Además, los desechos de las bacterias (sus “heces”) frecuentemente son tóxicos para las células humanas, por lo que las bacterias no sólo roban comida, sino que con sus desechos intoxican o de plano matan nuestras células. ¡Qué estupidez de la evolución es matar al organismo en el que vives y que te está dando de comer! ¡Qué paradoja de la sobrevivencia evolutiva es alimentarte salvajemente de tu entorno y contaminarlo hasta matarlo! Pero es que esas bacterias no piensan, no tienen sistema nervioso, mucho menos cerebros. No saben hacer nada más que comer, defecar y reproducirse al costo que sea, incluso al costo de matar al organismo que les proporciona las condiciones que les permiten sobrevivir. Al matar su entorno, esas bacterias también mueren. Pero no importa mientras, antes de morir, hayan tenido tiempo de infectar a otro cuerpo. Entonces la especie bacteriana sobrevive y se perpetúa brincando de humano en humano.

No todas las bacterias son malignas. Muchas especies bacterianas viven en nuestros cuerpos desde que nacemos y han establecido relaciones simbióticas con nosotros, lo cual significa que se nutren de nosotros, pero también dan algo a cambio: por ejemplo, nos ayudan a controlar el buen desarrollo de huesos y arterias, o degradar carbohidratos y grasas. Hay especies bacterianas con las cuales hemos establecido, a lo largo de millones de años, relaciones de complicidad llegando a un equilibrio metabólico de ayuda mutua. Pero también están las bacterias “malas”, las que te infectan, las que te matan si no las controlas.

Nosotros, los seres humanos, somos la única infección bacteriana perniciosa de este planeta. Los demás seres vivos, en esta analogía, representan a las bacterias amigables que llegaron al equilibrio ecológico por medio de interacciones simbióticas. Los humanos, lejos de establecer un equilibrio ecológico con nuestro planeta, tomamos todos los recursos que necesitamos sin que nos importe la vida de otras especies de plantas y/o animales, nos reproducimos sin ningún control y nuestros desechos son altamente tóxicos para la biósfera. A escala planetaria, nos comportamos como una bola de bichos descerebrados que comen, defecan y se reproducen sin ningún control, matando la biósfera que nos alberga y de la que nos nutrimos, aún a costa de nuestra propia existencia.

La analogía entre humanos y bacterias infecciosas no es sólo metafórica o filosófica. En 1969 la bióloga Lynn Margulis y el químico James Lovelock formularon la hipótesis de que la Tierra, a nivel planetario, se comporta como un gran organismo vivo. Al igual que lo hace un animal o una planta, la Tierra tiene que regular su humedad, temperatura, acidez, salinidad, nivel de oxígeno, y muchas cosas más para perpetuar la vida. De acuerdo con Margulis y Lovelock, la biósfera de la Tierra exhibe todas las características de un gran organismo vivo que, a lo largo de millones de años de evolución, se adaptó y aprendió a vivir en equilibrio. Llamaron a este organismo planetario Gaia. Hicieron modelos matemáticos y mostraron que Gaia efectivamente tenía muchas características comunes con los organismos vivos. Se crearon películas de ciencia ficción en las que Gaia incluso tenía inteligencia y se defendía de los ataques de los humanos (por ejemplo, Final Fantasy: the spirits within). Sin embargo, la hipótesis de Gaia, es decir, considerar a la Tierra como un gran organismo vivo que puede estar sano, enfermo o incluso morir, fue tachada de absurda por los científicos especialistas tanto de aquellos años como de años subsecuentes.

Estudios recientes sugieren que Lovelock y Margulis no estaban equivocados (https://nautil.us/its-time-to-take-the-gaia-hypothesis-seriously-236490/). La Tierra, nuestra Gaia, está enferma y fuimos los humanos quienes la infectamos y le provocamos fiebre, vómito, diarrea, ronchas y otros padecimientos que ahora están a la vista de todos. Los necios, los que no aceptan la responsabilidad, siguen argumentando que los cambios climáticos que estamos observando y padeciendo son “naturales”, que la extinción masiva de especies y ecosistemas es “normal”, que tales fenómenos siempre se han dado y se seguirán dando con o sin los humanos. Lo cierto es que, en los miles de millones de años que tiene nuestro planeta de existir, no hay registro de que tales cambios se hayan dado tan intensamente en periodos de tiempo tan cortos antes de la aparición de los humanos.

Más allá del debate ideológico, filosófico o científico, los cambios climáticos son reales, los estamos observando y experimentando en carne viva. Pero no parece que los humanos tengamos voluntad para hacer otra cosa más que comer, defecar y reproducirnos, igual que las bacterias. No obstante, hay una gran diferencia entre las colonias bacterianas y los humanos: nosotros no tenemos otro planeta al cual brincar e infectar. Si Gaia muere, morimos todos.

*Instituto de Ciencias Físicas, UNAM. Centro de Ciencias de la Complejidad, UNAM.

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