Víctor Manuel González
La semana pasada, la representación mayoritaria de la cámara de diputados, aprobó la nueva ley de ciencia y tecnología. Después de tres años de discusiones entre los postulantes de dicha ley (Conacyt y gobierno federal), diputados y la comunidad científica, no hubo ningún acuerdo ni modificaciones significativas a la propuesta. La ley aprobada también en la cámara de senadores pretende entre otros objetivos, garantizar el derecho humano a la ciencia, y que los recursos públicos asignados se usen para resolver problemas prioritarios del país, como lo dice el artículo 3º de nuestra Constitución Política. Nada nuevo anuncia esta declaración, aunque podría ser más alentadora y quisiéramos no nos recordara nuestra realidad. Los científicos mexicanos trabajamos en una austeridad forzosa con los exiguos recursos que podemos conseguir. Además, aunque no queramos salir de nuestros cómodos cubículos como dicen algunos, es nuestro compromiso ofrecer a la sociedad información científica como referencia a su salud, al clima, y también para su expresión política hacia diversos problemas que los aquejan. Investigadores y estudiantes publicamos regularmente en revistas y periódicos, ofrecemos conferencias públicas, organizamos puertas abiertas y ferias de la ciencia, para acercar la ciencia a la sociedad. Es una satisfacción ir a una escuela y encontrar niños con el asombro que produce algo desconocido y revelado ante sus ojos por arte de ciencia.
La discusión de la nueva ley se concentró en varios artículos, que a juicio de muchos de nosotros significan un retroceso. Entre ellos, la ausencia de representantes académicos de las universidades, estados de la república e iniciativa privada en la junta de gobierno, y en las instancias que propondrán la agenda nacional de ciencia y tecnología. Aunque se deja la posibilidad de invitar a representantes académicos de las instituciones educativas del país, estos solo tendrían voz, pero no voto. La organización vertical de los órganos de decisión del consejo dificultaría la discusión y toma de decisiones colegiadas. Consecuentemente, la definición de la agenda nacional y de los programas estratégicos serían ahora responsabilidad de la política promovida por el estado, con poca o nula participación de los investigadores.
El aspecto financiero en la nueva ley tiene una buena dosis de incertidumbre, aunque se nos anticipa: va a ser austero. Todos los programas de apoyo y las becas serían determinados por la disponibilidad de los recursos y los principios de la austeridad republicana. Es decir, no existe un compromiso explícito de apoyar financieramente proyectos científicos con base a su calidad y pertinencia. Aunque, se dice en la ley que los recursos que asigne la Secretaría de Hacienda no pueden ser nominalmente inferiores a ejercicios financieros precedentes, ya veremos si la inflación no pulveriza los apoyos.
Hubiera sido importante que la ley se discutiera en los términos de las reuniones científicas, pero entiendo que en la política se discute de otra manera. Quizá quienes hacen y dictaminan las leyes no tienen información suficiente de la ciencia y los científicos, o que en el calor de la discusión se olvidaron de la importancia de apoyar a las instituciones de investigación y a los jóvenes investigadores. Una ley incluyente de la diversidad científica de México es posible. Cubrir las necesidades de educación, ciencia y desarrollo cuestan menos que una campaña política, y mucho menos que la ignorancia, además de ser un derecho de todos.
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