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No estoy escribiendo la reseña de una ópera. Las y los morelenses hemos visto, sin perturbarnos, el espectáculo más patético y bizarro del que tengamos memoria: el naufragio político de Morelos. Su responsable es Cuauhtémoc Blanco Bravo. Y a unos meses de que concluya su administración, es necesario hacer un balance sobre cómo se cocinó una gestión administrativa tan desastrosa (tontamente indescifrable y absurdamente indescriptible).

Cuauhtémoc es, por ahora, porque siempre se puede más, lo peor que nos ha podido suceder jamás. Fue un espejismo de posibilidades para quienes creyeron que un hombre de extracción humilde, que no pobre, y de limitada formación educativa, se podía dejar orientar, asesorar. Hubo quienes pensaron que sería un gobernador cercano a los sectores más marginados de la población. Eso no sucedió, la arrogancia triunfó: el ejercicio del poder revela la consistencia de quienes lo asumen y de quienes lo ejercen. Lo que natura no da, Salamanca non presta. El tepiteño y su hermano Ulises, ambos sin arraigo alguno en Morelos, han sido los clásicos gandallas que llegan a un lugar y embisten, arrebatan, despojan, y terminan por destruir lo que no conocen.

Había un sino trágico desde la corrupción que permitió a un personaje como Cuauhtémoc asumir la alcaldía del Ayuntamiento de Cuernavaca: una constancia falsa de residencia y una candidatura motivada por un contrato millonario. El daño provocado por los hermanos Yáñez es insuperable, el de Hugo Eric Flores, también. Sí, hemos sido el ridículo al elegir a un príncipe desnudo e idiota (engreído y corto de entendimiento), resultado del azar y la probabilidad a que siempre nos conducen las sinergias y el arrebato del perverso juego de gran parte de las élites políticas y empresariales locales, advenedizas y ambiciosas, mercenarias.

Quienes han rodeado al “gobernagol” de Morelos, sus asesores y lambiscones, zanjaron su popularidad como futbolista de su posible eficacia o funcionalidad como gobernador. Tenemos que aprender, en la Democracia no se puede permitir los excesos de la mediocridad. Los votantes también nos extralimitamos cuando optamos por cualquiera como representante, con el que llega no sin derecho sino sin mérito, aptitudes y actitudes, sin experiencia ni competencias para desempeñar un cargo de representación popular o un puesto público. Elegir mal tiene costos irreparables.

No necesitamos ni influencers ni celebridades colonizadoras o privilegiadas, necesitamos una nueva generación de morelenses que hagan de la política y el servicio público un compromiso inexpugnable para que Morelos salga de la tragedia de la miseria y la violencia en que se encuentra a consecuencia de la corrupción y la mediocridad de más de un siglo de gobiernos corruptos. Son contados los momentos de excepción.

¿Pero qué nos podemos esperar de los de afuera, que no hayan sido capaces de demostrarnos los de aquí adentro? Los de casa también han sido, y son, una horda de vividores, chapulines impresentables acomodados al pragmatismo que también impera en estos tiempos electorales. Ejemplos sobran, lo que aquí falta es espacio. No me preocupa, ustedes saben la lista que refiero, lo mismo en la escena estatal que municipal.

No nos confundamos, es política, no es religión. Para consolidar cualquier proyecto de transformación, es necesario superar este episodio de vergüenza que ha representado el gobierno de la ineptocracia, como el oprobio que representó la corrupción del graquismo, hoy con asiento renovado en el Frente Amplio Progresista, encabezado por Lucía Meza, y que amenaza con retornar.

Lo he dicho, Margarita González Saravia tiene una oportunidad impostergable, pero si no es cultural, no es transformación. En Morelos necesitamos inaugurar nuevas formas de hacer política. Su pueblo nos lo ha demostrado históricamente a través de sus luchas ancestrales en defensa de su dignidad. Su corazón es indómito, es rebeldía, pero también es fe.

En esta historia que se escribe no hubo sacrificio de Cuauhtémoc si acaso, ocaso.