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Enrique Guadarrama López*

Una expresión que viene ganando espacio en el lenguaje común es el de inteligencia artificial (IA), la cual se relaciona con los avances de la tecnología aplicados a la vida practica y cotidiana. Todos saben de Alexa y las maravillas que hace para aligerar (¿) nuestras actividades. Se conoce del tag carretero, de aplicaciones para pagar impuestos o realizar operaciones bancarias; y que decir de las maravillas que se conocen en materia de salud y en los hospitales. La IA se suma a palabras cotidianas como internet y Google. Pero ¿qué hacer ante los riesgos de quedar atrapados y sometidos a la tecnología que avanza de manera cada vez más penetrante? Y todavía más preocupante ¿Hasta dónde se ven vulnerados los derechos humanos de la sociedad con la IA?

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Para abordar el tema, en esta primera ocasión, voy a partir de lo básico e irrebatible: la inteligencia natural (IN) creó, y viene desarrollando cada vez más, a la inteligencia artificial. La inteligencia artificial no puede estar por encima de la inteligencia natural ni la debe sustituir, ni menos desplazar. Esta premisa elemental no puede ser pasada por alto por quienes se dedican a generar productos y programas de IA. Aquí emergen las empresas, que son las responsables de producirla y las que materialmente buscan nuevas vertientes y fórmulas de aplicación de la IA.

Tengo una pregunta inicial, que condiciona el análisis: ¿la IA nos hace más inteligentes? El sentido común, pero también científico, lleva a responder con un NO contundente, pues la IA, en principio, sólo busca facilitar o hacer más llevadera la vida cotidiana de las personas y hacer más productivas a las empresas.

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Ahora sumo un tercer aspecto de reflexión: con la aplicación práctica de la IA, se presentan zonas de riesgo para las personas en lo individual, en lo familiar, en lo colectivo o social. Esto conduce a un obligado control por parte del Estado, que debe ir más allá de medidas preventivas y éticas. Además, se hace necesaria la participación de la sociedad civil.

La IA se debe ver y analizar como dos caras de la misma moneda, la de ser un gran coadyuvante para la mejoría de muchas de las actividades humanas, pero también provocadora de grandes problemas. Lo bueno y lo malo. No se puede ocultar esa dualidad y ambivalencia, pues, así como todos estamos conformes -y muchas veces felices- con Alexa, también se sabe que se presentan esquemas de espionaje (por parte del gobierno o de particulares), o de preparación de armamento más letal (bombas inteligentes, drones sin tripulación). Aquí es donde debemos detenernos para saber quién o quiénes están detrás del desarrollo de la IA. No se trata de satanizar la IA per se, ni de impedir su avance a favor de la sociedad, sino determinar y acotar responsabilidades y generar conciencia de lo dañino que puede resultar para la humanidad. No es nada sencillo. No se puede culpar sólo a las empresas desarrolladoras, sino identificar a las personas físicas que solicitan esos productos tecnológicos, sean particulares o gobernantes.

Hoy en día se busca que haya programas informáticos que equiparen a la IA con una persona, en sus gustos, fobias, reacciones. Hay que abrir los ojos y no permitir que se rompa la premisa básica inicial, que la IA no es un sustituto de la IN. No debe haber pretensión, ni manera de hacerlo, de elevar o incrementar una cuestión inherente al ser humano. En realidad, se debe mantener el propósito original de los creadores, promotores y ejecutores de la IA: la productividad en su más amplia expresión, que abarca ahorro de tiempo, de recursos, de trámites, de esfuerzos y de mejoría en las actividades humanas.

Otro elemento para el análisis: estamos frente a la que denomino masificación tecnológica de la humanidad, que se caracteriza por vivir a expensas de la tecnología. Nadie se escapa. Comprende a todas las personas, sin distinción de género, raza, religión, territorio, condición social, edad, grado de escolaridad, lugar de residencia, país o región. Aquellas personas que no se ven inmersos en la corriente de la tecnología, sea que de manera consciente trata de evitarlo o por dificultades personales para lograrlo (personas de edad mayor), se les puede identificar que están en situación de analfabetismo informático. Hasta allá hemos llegado.

La situación se complica cuando reflexionamos sobre quienes detentan este poderío material sobre el comportamiento de las personas. Es aterrador. Estamos frente a una dictadura digital, pues todos somos identificados no como persona sino como un número dentro de los algoritmos de la IA. Me resisto a estar sometido a las maquinas. Soy afortunado de seguir disfrutando la lectura de un libro físico, de impartir clase presencial, de acudir a un museo o concierto. Simplemente de sentirme libre y no sometido por las máquinas.

Volveremos sobre el tema en la próxima colaboración.

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* Investigador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM.

eguadarramal@gmail.com

La Jornada Morelos

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