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Ayer se cumplió el primer mes de la desaparición de Mafer Rejón, la carismática activista cuya muerte impactó a la sociedad morelense, cada vez más irritada.

Acostumbrados como estamos a las tragedias, a los sinsentidos y a las injusticias, el feminicidio de Mafer demostró que, por lo menos aquí en Morelos, no se han agotado las reservas de indignación. La simpatía y compromiso de Mafer le granjeó el cariño de todos los que la conocieron quienes lamentaron que fuera víctima de uno de los delitos contra los que más batalló: el feminicidio que, en Morelos parece haber rebasado a las autoridades.

En nuestro estado, el delito de feminicidio aumentó en un 38 por ciento en comparación con 2022, que también había cerrado con Morelos en los primeros lugares.

En nuestro estado ya se demostró la inoperancia de la Alerta de Violencia de Género -que se amplió a varios municipios morelenses el año pasado a pesar de haber demostrado que de nada ha servido mantenerla más de un lustro en otros- por la sencilla razón de que nadie se la toma en serio, es un sambenito que nadie se quiere quitar, como lo demuestra el hecho de que casi nadie considera en sus presupuestos las acciones que recomienda la AVG.

Aunque el término ya sea de uso común, no hay que olvidar que “feminicidio” es una manifestación extrema de la violencia de género, representa no solo una tragedia individual sino también un reflejo de una problemática social más amplia y profunda. Este fenómeno no es solo un acto de violencia fatal, sino que también es un indicador de la prevalencia de patrones culturales y sociales que perpetúan la discriminación y la violencia contra las mujeres.

En México, el feminicidio se ha convertido en una alarma social que destaca la urgencia de abordar la violencia contra las mujeres. El impacto de este delito va más allá de las víctimas directas. Afecta a familias, comunidades y a la sociedad en su conjunto. Las muertes violentas de mujeres dejan tras de sí hijos huérfanos, familias desestructuradas y una profunda sensación de inseguridad y desconfianza hacia las instituciones encargadas de garantizar la seguridad y la justicia. Además, cada caso de feminicidio que queda impune envía un peligroso mensaje sobre la tolerancia social hacia la violencia de género.

En el estado de Morelos, el escenario es particularmente preocupante. pues es uno de los estados con altos índices de feminicidios, a pesar de contar con una Fiscalía Especializada para combatir específicamente este delito, pero que de nada ha servido para evitar esa impunidad superior al 97 por ciento que desacredita al estado.

El feminicidio ya trascendió la esfera de la mera seguridad pública para convertirse en una crisis de derechos humanos, pues es evidente la imposibilidad del Estado de apoyar un verdadero cambio cultural respaldado por políticas púbicas que atiendan al problema y no a la necesidad de hacer declaraciones ante los medios con cara de circunstancias.

Mafer se ha convertido en un emblema para muchas morelenses, ojalá fuera la última bandera, porque en Morelos, ser una heroína lamentablemente es ser una víctima.