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Iniciar una revolución es la misión humana más complicada que puede haber. Los líderes revolucionarios pueden fijar la fecha para detonarla, pero no cuándo concluirla; esto es una tarea bastante más compleja. Las revoluciones sociales suelen prologarse años. Es común que quienes inician las revoluciones no salen incólumes de ese tortuoso infierno porque son de carne y hueso, no de acero. Tienen sentimientos, emociones; no viven en permanente estado de euforia. Su ánimo, en momentos cruciales, decae. Sufren, ríen, se agüitan y contagian entusiasmo.

A lo largo de nueve años, Zapata sufrió duros golpes que mermaron su entereza anímica y le causaron profundas heridas invisibles. Por más recio carácter que haya tenido, le afectó ver morir combatientes para él entrañables.

A finales de 1914 le asestaron una estocada: asesinaron a Paulino Martínez. El Ejército Libertador del Sur vivía momentos de auge y, con su aliada, la poderosa División del Norte, habían instaurado el gobierno de la Convención, instalado en la capital de la República.

Paulino Martínez, encabezando la delegación zapatista en la Convención de Aguascalientes, fue ovacionado y aplaudido luego de pronunciar un discurso memorable. Paulino era el indicado para secretario de gobernación. El crimen tuvo todo el tufo de haber sido urdido en una intriga palaciega. Auténtica celada. ¿Los culpables? Gente aliada. Fuego amigo. El crimen debió causar dolor y coraje en el general Zapata, al grado de sentirlo como un suplicio.

En 1917, cuando la División del Norte había sido aniquilada y el Ejército Libertador del Sur resistía heroicamente los embates del carrancismo, el ánimo de Zapata fue seriamente socavado: En mayo se enfrentó a algo difícil de creer: la «supuesta traición» de Otilio Montaño, el más ferviente zapatista, redactor del Plan de Ayala. Amañado o no, con pruebas reales o fabricadas, enjuiciar a Montaño y fusilarlo, intranquilizó a Zapata; por lo menos lo hizo reflexionar sobre la frágil lealtad que le tenía gente por la que él sentía mayor estima. Chueco o derecho, el ajusticiamiento de Otilio Montaño era parte de una guerra que no solo se peleaba con pistolas, rifles y cañones. A lo largo y ancho del territorio controlado por el zapatismo, Carranza desplegó otro mortífero ejército compuesto por un enjambre de espías, infiltrados, soplones y agentes con bolsas rebosantes de monedas de oro, dispuestos a comprar a todo el que se dejara.

El 18 de junio Zapata recibió otro golpe devastador: asesinan a Eufemio, el hermano mayor, el segundo al mando del Ejercito Libertador del Sur. Triste, trágica muerte. Lo más doloroso es que Eufemio no cayó combatiendo contra tropas federales; no, lo acribilló un general subordinado suyo y, el colmo fue que en la celada participó su secretario particular, sí, el de Eufemio.

Carranza vio que rendía buenos frutos su red de espionaje e infiltrados. Por esa senda seguiría. Esparciendo su cauda de intrigas, trampas, traiciones, deserciones.

Los periódicos de aquella época llamaron a Emiliano “Atila del Sur”, “Hiena asesina”, “Sanguinario volador de trenes”, “Cobarde bandolero”, “Salvaje”, “Simio”, “Inculto”. Los esbirros de la pluma diariamente empleaban toneladas de tinta con tal de manchar su imagen. De cobarde, prófugo y medroso no lo bajaban. Aseguraban que no tenía autoridad ni don de mando, que era títere de Otilio Montaño y de su hermano Eufemio; afirmaban que tenía gustos de sultán, que en combate nunca fue herido porque huía a esconderse; que encabezaba una legión de bandoleros levantados al humo del pillaje, y que, desde la muerte de Montaño, borracho, solo jugaba gallos y toros; que vivía a salto de mata, cuidándose de no ser envenenado por uno de los suyos.

“¡Con Zapata no se puede pactar!”, sentenciaron acertadamente los tinterillos. Zapata nunca se prestó a componendas y arreglos con los de arriba.

El 10 de abril de 1919 Carranza consiguió, con una celada, lo que en buena lid nunca pudo: exterminar a Emiliano. Lo asesinaron a traición.

Carranza triunfó, como antes lo hizo Madero y después lo haría Obregón. Los tres, vencedores de la revolución, disfrutaron de las mieles del poder, pero también, los tres, cayeron vilmente traicionados y asesinados. Yacen bajo la pesada loza del olvido.

A ciento cinco años solo perdura la memoria del Jefe Emiliano, el presunto derrotado. Su imagen quedó ilesa, impoluta, a pesar de la cuantiosa tinta que le arrojaron. Las balas que lo mataron lo volvieron inmortal. De Zapata hoy se habla en todo el mundo.